El ulular distante de las sirenas se hacía cada vez más audible, una promesa de caos y rescate. Arthur Hamilton, con el sudor frío perlado en la frente y la pistola encañonando alternativamente a Alan y a Karoline, se dio cuenta de que su ventana de escape se cerraba. Su último guardaespaldas, nervioso, observaba los alrededores.
—¡Maldita sea! —vociferó Arthur, el odio transformado en pánico—. ¡Esto no se va a quedar así, Karoline! ¡Por ahora te saliste con la tuya!, Pero voy a regresar por ustedes y los voy a destrozar, nadie se mete conmigo sin asumir las consecuencias.
Arthur se mordió el labio, bajó ligeramente la pistola para no disparar accidentalmente y empujó a su guardaespaldas.
—¡Nos vamos! ¡Rápido! ¡Bloquea el camino y dispara a las ruedas de la primera patrulla que veas!
Arthur giró sobre sus talones, con la intención de correr hacia la camioneta que todavía estaba abierta. Karoline, al ver la oportunidad, vio una roca grande y fangosa cerca de donde estaba arrodillada. C