Victoria se dirigió a la oficina del juez, un hombre influyente y poderoso de mediana edad que había sido su amante en el pasado. El despacho era opulento, con paneles de madera oscura y una vista panorámica de la ciudad. El juez, cuyo nombre era Marcus Brown, se levantó de su asiento con una sonrisa de lobo cuando ella entró.
—¡Cielo santo, algo bueno tuve que haber hecho para recibir semejante honor! —dijo Marcus, extendiendo los brazos con efusividad—. ¡La hermosa Victoria visitando a los simples mortales!
Victoria caminó hacia él con una sensualidad calculada. Su vestido ceñido acentuaba su figura, y sus ojos brillaban con la promesa de una recompensa.
—Mi querido juez, usted de simple no tiene nada —replicó Victoria, permitiendo que sus dedos rozaran la mano de él. Se detuvo a centímetros de su cuerpo.
Marcus sonrió, una expresión de clara anticipación en su rostro. Se recostó contra el borde de su escritorio, mirándola fijamente.
—Sabes bien qué palabras usar cuando quieres cons