Guerra sin piedad

Aurora terminaba de acomodar la cama cuando encontró un papel sobre la almohada. Lo tomó y lo leyó de inmediato: Él no podrá protegerte para siempre. Reconoció la letra de Alan al instante y sintió como la sangre le hervía en las venas, debido al coraje que experimentaba. Sin que Alexander se diera cuenta, salió de la habitación con paso firme y decidido rumbo al jardín.

Ahí estaba Alan, esperándola con esa actitud arrogante que tanto la irritaba.

—Sabía que vendrías —dijo él, con esa sonrisa de superioridad que las acaba de quicio.

—¿A qué carajos estás jugando ahora, Alan? ¿Qué pretendes con tus estúpidos anónimos? ¿Piensas que vas a asustarme? —replicó Aurora, furiosa.

—Sólo quiero que sepas que tarde o temprano regresarás a mí, que cuando a ese imbécil se le pase el capricho por tenerte en su cama, no te quedará más alternativa que convertirte en mi amante. El puesto de esposa nunca fue para ti, no lo mereciste antes, y mucho menos lo mereces ahora. Lo máximo que puedo hace
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