El frío del hospital se me metía hasta los huesos. No importaba cuántas veces cruzara esos pasillos iluminados con luces blancas, siempre se sentía igual: un lugar en donde la esperanza y el miedo convivían sin tregua. Alexander caminaba junto a mí, pero su respiración agitada lo delataba; estaba al borde del colapso.
Yo también lo estaba.
Max seguía adentro, inconsciente, después de aquella caída que aún me dolía en la piel como si yo misma hubiera tocado el suelo en su lugar. No podía dejar de culparme. Yo estaba tan distraída, tan sumida en mis emociones encontradas, que no percibí que el niño se podía poner en peligro debido a su curiosidad.
Me cubrí el rostro con las manos, intentando detener el llanto. Alexander me tomó de los hombros y me obligó a mirarlo.
—Aurora, mírame. —Su voz sonaba firme, pero sus ojos estaban rojos, al borde de quebrarse—. No fue tu culpa.
—¿Cómo no va a serlo? —respondí entre sollozos—. Yo tenía que haberlo previsto, adelantarme a lo que Max podía pens