**SANTIAGO**
Aterrizo en Los Ángeles con el alma hecha pedazos, literalmente. Esta ciudad, que alguna vez me dio todo —gloria, poder, reconocimiento, una falsa sensación de plenitud— ahora se me presenta como una sombra difusa de lo que fue. Las luces ya no tienen ese brillo cálido que solía envolverme, ahora parecen más frías, lejanas, como si quisieran mantenerme a raya.
No me siento parte de esto. Ya no encajo. Es como si el Santiago que caminaba por estas calles con el ego por las nubes, con la mirada altiva y los labios cargados de discursos vanos, hubiese muerto allá en París...
Subo a un taxi apenas salgo del aeropuerto. El conductor me recibe con una sonrisa automática y me dice algo sobre el tráfico, una broma quizá, no lo sé. Asiento sin pensar, sin responder realmente. Siento que hablo otro idioma, uno que ya no sirve aquí. Afuera, la ciudad sigue su curso con esa arrogancia típica de los lugares que nunca se detienen, como si no le importara que dentro de mí todo esté redu