**ANDREA**
—Nos vamos al hospital —dice Santiago con ese tono que no deja espacio para protestas, con esa autoridad que mezcla preocupación y firmeza, como si necesitara sentirse útil en medio de mi debilidad.
No tengo fuerzas para discutir. Apenas asiento, y en cuestión de minutos, ya me lleva envuelta en una manta, como si pudiera protegerme del frío que se me ha instalado dentro del cuerpo. Afuera, la ciudad parece lejana, desdibujada por el vidrio empañado del auto. Las luces parpadean y se alargan como si el mundo girara más lento solo para aumentar mi ansiedad.
Santiago conduce con una mano en el volante y la otra sobre mi muslo, presionando con ternura, como si eso bastara para sostenerme. Lo veo tragar saliva una y otra vez, con el ceño fruncido y los nudillos blancos por la fuerza con la que sostiene el volante.
—Aguanta un poco más, amor. Ya casi llegamos —me dice sin apartar la vista del camino, pero su voz tiembla ligeramente. Eso me asusta más que cualquier síntoma.
Cuand