**SANTIAGO**
XIX.
Asiente apenas, un gesto mínimo pero contundente, y luego desaparece entre la multitud como un fantasma vestido de gala.
Respiro hondo, pero el aire está contaminado. Henry y yo caminamos por el salón con cuidado, midiendo cada movimiento como si estuviéramos pisando un campo minado. Nos deslizamos entre mesas doradas, copas de cristal que tintinean al menor roce y miradas cargadas de arrogancia. Fingimos que pertenecemos aquí, que somos parte del espectáculo, dos invitados más en este circo de máscaras caras y secretos sucios.
Pero yo no puedo relajarme. Cada paso que doy es una cuerda invisible que se tensa un poco más, como si en cualquier momento, fuera a romperse.
—Mantente cerca —murmura Henry, sin apenas mover los labios. Están aquí… todos los bastardos que queremos atrapar.
Entonces sucede.
Un sonido seco, metálico, retumba desde lo alto. El primer gong.
Las luces se apagan de golpe. El salón se sumerge en una oscuridad espesa, casi asfixiante, como si el lug