**SANTIAGO**
El zumbido de los fluorescentes en el techo suena como un lamento agudo que perfora la quietud del pasillo. Estoy sentado en una de estas sillas frías y duras, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza hundida entre los hombros. No me muevo. Apenas respiro.
La camisa que llevo puesta todavía está manchada con la sangre de Leonardo. Ya está seca, pero el rojo oscuro se ha impregnado en la tela y en mi memoria como una cicatriz que no pienso olvidar. Es mi forma de recordarme todo lo que salió mal... todo lo que pude evitar... todo lo que no supe ver a tiempo.
Mi respiración va y viene en oleadas desiguales. A ratos es pesada, como si me pesara el aire en los pulmones, como si cada inhalación doliera. En otras ocasiones se me corta de golpe, como si un puño invisible me cerrara la garganta. Hay momentos en que siento que voy a gritar... pero no lo hago.
Aprieto los dientes, aprieto las manos, lo reprimo todo. Me trago ese grito que se me forma en el pecho, que quie