El almacén de los Halcones de Acero no era un puesto cualquiera. Era un centro de distribución clave para su mercancía más valiosa: armas. Estaba fortificado, con vigilancia las 24 horas. Para los Salvetti, era un símbolo de su poder. Para Enzo Bourth, era solo el primer eslabón de una cadena que iba a romper.
No hubo advertencia. No hubo negociación. En la fría y húmeda madrugada montresaana, dos furgonetas sin placas se detuvieron a una manzana de distancia. Hombres vestidos de negro, con un equipo de asalto de última generación, descendieron con una sincronización milimétrica. Eran el brazo ejecutor de la furia de Enzo.
El asalto fue un relámpago de violencia controlada. Los vigilantes en la entrada fueron neutralizados antes de poder dar la alarma. Las puertas se abrieron con explosivos de baja intensidad. Dentro, los Halcones que jugaban a los dados ni siquiera tuvieron tiempo de levantarse. No hubo tiroteo épico. Fue una cirugía: precisa, rápida y mortal. En cuestión de minutos,