Las horas pasaban lentamente, como si el tiempo mismo se estuviera burlando de la tensión que envolvía la dependencia. Las pantallas en la sala de control seguían mostrando mapas en blanco y negro, con las rutas que Diego había tomado, pero sin una pista clara de su paradero. Los oficiales seguían buscando, pero cada intento era inútil.
Enzo caminaba de un lado a otro, con la mandíbula apretada, sin poder dejar de pensar en lo que había fallado. La frustración era palpable en cada uno de sus movimientos, y su rostro, normalmente impenetrable, mostraba los signos del cansancio y la impotencia. Cada minuto sin resultados concretos era una herida más en su orgullo, y sabía que no podía permitirse fallar.
Mientras tanto, en la sala de interrogaciones, Amatista seguía esperando, atrapada en su propio tormento. La habitación, fría y desolada, solo estaba iluminada por la luz tenue que se filtraba a través de una pequeña rendija en la pared. Aunque el tiempo parecía haberse detenido para ell