Enzo estaba al borde de la desesperación.
El día había sido un caos sin Sofía organizando su agenda, y aunque su eficiencia era indiscutible, el estrés se acumulaba con cada minuto que pasaba.
Pasó una mano por su cabello, exhalando con frustración mientras revisaba unos papeles.
Y entonces, la puerta de su oficina se abrió sin previo aviso.
Sin necesidad de alzar la vista, soltó un gruñido.
—¿Quién diablos dejó la puerta abierta?
—No me gustan las puertas cerradas, amor.
Su tono era tan descarado, tan seductor, que su cuerpo reaccionó antes que su mente.
Enzo levantó la mirada y la vio.
Y todo pensamiento lógico desapareció.
Amatista estaba recostada contra el marco de la puerta con una sonrisa pícara, observándolo con la clara intención de provocarlo.
Pero no era solo su actitud lo que lo desconcertaba.
Era su ropa.
Una falda corta, provocadora, que dejaba ver más piel de la que cualquier hombre en esa oficina tenía derecho a ver.
Una camisa ligera, demasiado transparente, lo sufici