La noche transcurrió sin interrupciones.
El mundo fuera de la habitación dejó de existir para ellos, envueltos en la calidez de su cercanía, en el ritmo acompasado de sus respiraciones.
Amatista, acurrucada sobre Enzo, se entregó por completo al sueño, con su mano aún apoyada sobre su pecho y su rostro rozando la curva de su cuello.
Él, en cambio, se quedó despierto un poco más, disfrutando del peso ligero de su esposa sobre él, del aroma de su cabello impregnando el aire, de la sensación de su piel tibia contra la suya.
Era un momento de tranquilidad absoluta, de esos que rara vez tenía, y que con ella se volvían adictivos.
Finalmente, Enzo cerró los ojos y se dejó arrastrar al sueño, sosteniéndola con firmeza, como si temiera que desapareciera en cuanto se durmiera.
Así pasaron la noche, sin moverse, sin separarse ni un solo instante.
Por la mañana, la luz del sol se filtró lentamente por las cortinas, iluminando la habitación con tonos cálidos y suaves.
Amatista fue la primera en d