La sala de guerra de Enzo estaba sumida en un silencio pesado, roto solo por el suave zumbido de los servidores. Massimo, Paolo y Emilio estaban de pie, observando a su líder. Enzo no miraba el mapa. Miraba fijamente el pequeño registro de conducir de Amatista que siempre llevaba consigo.
—Una casa en el campo. Cerca de la frontera norte —repitió Enzo, su voz un susurro cargado de hielo—. ¿Eso es todo lo que sacamos de arriesgar el asalto y alertar a toda la ciudad?
—Fue lo único que pudo dar el guardia, Enzo —dijo Massimo, manteniendo la calma—. Es un área extensa, pero es un punto de partida. Los Leones Rojos pueden ayudar a acotar la búsqueda.
—¡No quiero su ayuda para acotar! —Enzo estalló, golpeando la mesa con tanta fuerza que las pantallas parpadearon—. ¡Quiero una dirección! ¡Quiero coordenadas! —Su mirada, cargada de una furia desquiciada, se posó en Emilio, quien había sido el último en registrar el almacén—. ¿Y tú? ¿Estás seguro de que no había nada más? ¿Ni un papel, un te