El sol ya había alcanzado su punto más alto cuando Enzo cruzó los pasillos del club con pasos firmes, pero su expresión reflejaba una inquietud que rara vez permitía que se filtrara en su semblante. La noche anterior, Amatista no había bajado a cenar. No era la primera vez que lo hacía, pero algo en su instinto le gritaba que no era simple indiferencia esta vez.
Al llegar a la puerta de su habitación, no se molestó en tocar. Giró el picaporte y entró sin anunciarse. Lo primero que vio fue la figura de Amatista aún en la cama, envuelta en las sábanas como si el frío la consumiera. Su cabello oscuro contrastaba con la palidez de su rostro, y su respiración era lenta, apenas perceptible.
—Gatita… —murmuró, acercándose con cautela.
No obtuvo respuesta. Su ceño se frunció al notar la fina capa de sudor en su frente. Su piel estaba demasiado pálida, sus labios más secos de lo habitual.
—Mierda… —susurró, agachándose a su lado.
Le apartó el cabello con suavidad, sus dedos recorriendo la líne