La tarde se deslizaba lentamente dentro de la mansión. Afuera, el cielo comenzaba a teñirse con tonos anaranjados, pero en la sala principal, la atmósfera era más densa, cargada de humo y licor.
Enzo se apoyó contra la barra, con el vaso de whisky en una mano y el cigarro en la otra. Dio una calada larga, dejando que el humo escapara lentamente de sus labios, pero su mente seguía atrapada en la imagen de Amatista recostada en la cama, demasiado débil, demasiado frágil.
No se dio cuenta de la presencia de Emilio hasta que este tomó asiento a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó su amigo, con el ceño fruncido.
Enzo exhaló con pesadez y tomó un trago largo antes de responder.
—Está muy delgada —murmuró, sin levantar la vista—. Se obsesionó tanto con atrapar a Diego que dejó de alimentarse, apenas descansaba… y ahora está así.
Emilio dejó escapar un suspiro.
—Lo solucionaremos. La ayudaremos a recuperarse.
—¿Y si no quiere? —replicó Enzo con una risa seca, cargada de frustración—. No la puedo o