La madrugada avanzaba en la vieja casa de campo donde Amatista permanecía cautiva. La habitación seguía envuelta en penumbras, iluminada solo por la luz temblorosa de una bombilla que colgaba del techo, como si estuviera a punto de agotarse. El frío del cemento bajo sus pies descalzos era un recordatorio constante de su encierro. A pesar de las condiciones hostiles, Amatista mantenía una actitud firme, sus ojos buscando entre las sombras algo que pudiera darle una pista, una oportunidad para cambiar su destino.
El silencio fue interrumpido cuando se abrió la puerta de golpe. Dos hombres irrumpieron en la habitación, su presencia llenando el espacio con un aire de tensión. Amatista no se sobresaltó; había aprendido a leer sus movimientos y sabía que algo estaba por suceder. Uno de ellos, alto y corpulento, dirigió una mirada a Lucas, quien estaba sentado en una esquina de la habitación, observando con calma a la joven.
—Prepara a la chica. Nos vamos en menos de una hora —ordenó el homb