Cuatro meses. Cuatro largos meses en los que el nombre de Montresaa se había convertido en sinónimo de caos en los círculos más oscuros de Europa. La alianza entre la tormenta perfecta de Enzo Bourth y la fría estrategia de los Leones Rojos había sido devastadora. Los Salvetti, otrora amos y señores, estaban acorralados, sus Halcones de Acero diezmados y su territorio reducido a escombros humeantes y calles fantasma. Pero la victoria final, la única que importaba, seguía siendo un fantasma. Sin Amatista, cada bala, cada vida arrebatada, era un recordatorio de su fracaso.
En un sótano que olía a muerte y desinfección barata, tres hombres con los tatuajes de los Halcones colgaban de muñecas ensangrentadas. Enzo, con la camisa blanca irreconocible, manchada de sudor y de otros fluidos, los observaba. No era la furia ciega de los primeros días lo que lo guiaba ahora, sino una determinación glacial y letal que era incluso más aterradora.
—Uno de ustedes miró los papeles —la voz de Enzo era