La tarde había caído con una melancolía húmeda. El cielo, grisáceo y bajo, parecía aplastar las casas del barrio como un recuerdo que no se disipa. Clara estaba sentada en el pequeño jardín trasero, envuelta en una manta, con una infusión entre las manos. El vapor se elevaba perezoso, igual que sus pensamientos.
Su padre apareció en silencio, como solía hacer. Sin interrumpirla, se sentó a su lado, en la otra silla de mimbre, con la espalda algo encorvada por los años y la mirada clavada en el suelo de tierra.
Pasaron varios segundos sin hablar. Clara pensó que se marcharía, como otras veces. Pero él carraspeó suavemente.
—Cuando te fuiste con ese… Hugo —dijo, como si masticara el nombre—, y dijiste que no ibas a volver jamás, que tu familia no era lo bastante buena para ti, yo… te creí.
Clara bajó la mirada, sintiendo cómo la garganta se le cerraba.
—Te dije que ese tipejo no valía ni lo que pesaban sus zapatos. Pero tú estabas convencida. Y bueno… —hizo una pausa—. Me dolió. Me doli