El sol de media mañana entraba a raudales por la ventana del comedor, calentando las baldosas frías y haciendo brillar el mantel de hule con flores descoloridas. El aroma del pan recién hecho se mezclaba con el de la mantequilla fundida. La radio murmuraba en el fondo, con una canción de los ochenta que su madre tarareaba mientras revolvía la mermelada de higos.
—¡Clara, estás bien gorda! —exclamó la voz chillona de Lucía, su hermanita de diez años, que se lanzó a su lado con la energía de un terremoto.
—Gracias por el halago, peque —respondió Clara, revolviéndole el pelo.
—Igual sigues siendo la más hermosa del pueblo —dijo Lucía, muy seria.
Clara se rió, mientras se acomodaba mejor en la silla. La panza aún no le pesaba, sin embargo algunas noches no lograba dormir bien. Pero ahí, entre los suyos, todo dolía un poco menos.
—Te quiero mucho, bicho.
—¡Bah! Creo que tienes un desorden bombal… horizontal…, bueno algo así, por eso estás sentimental —dijo Lucía, metiéndose media tostada e