La encontró en el parque, justo frente al centro cultural, sentada en uno de esos bancos de hierro forjado con respaldo incómodo y vista a los cerezos. Martina tenía el móvil en la mano, pero no escribía. Solo lo sostenía, con la mirada perdida en el cielo plomizo de aquella mañana que no terminaba de decidir si llover o no.
Mateo se sentó a su lado sin decir palabra. Ella no se sorprendió.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó, sin girarse.
—He hablado con Gonzalo.
Martina rodó los ojos.
—No me digas.
—Quiere saber dónde está Clara.
—Pues que no hubiera echado a la mujer embarazada a la calle —espetó ella, al fin volteando el rostro para mirarlo—. Qué cara más dura.
—No sabe que está embarazada.
—Ya. Porque lo suyo fue de genio: acusarla, despedirla, humillarla delante de todos. Vamos, ¿y encima hay que tenerle lástima?
—Martina… —suspiró Mateo—. Me lo pidió casi suplicando. Dice que la ama. Que no puede más. Está hecho polvo.
—¡Pues que se joda! —estalló Martina, y varias palomas salieron vol