El coche elegante de don Rafael había estacionado frente a la casa de Clara. El chófer descendió y le entregó una nota. Ella la leyó y él le dijo que no se iría hasta que ella acepte acompañarlo, le pidió que le colabore o perdería el trabajo. Ella sabía que la estaban manipulando, pero también había decidido que dejaría de escapar a la decisión que debía tomar y ya sabía cual era, por lo que le informó a su abuela que se iba, le pidió que avise a sus padres que por la tarde estaría de regreso.
La finca estaba tranquila, esta vez no había orquesta, ni copas tintineando, ni lámparas encendidas a media luz. Solo una mesa bien dispuesta bajo la pérgola, con café recién hecho, pastas caseras y una brisa ligera que anunciaba el cambio de estación.
Don Rafael esperaba en el jardín, junto a su bastón y su eterna chaqueta de lino. Había pedido que lo dejaran solo con Clara. Esta vez, sin juegos. Sin artimañas. Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.
El coche se detuvo a u