El portón del jardín estaba entreabierto. Gonzalo se bajó del coche con el corazón acelerado y un ramo de flores silvestres en la mano. No había dormido bien desde la última vez que la vio. Clara seguía siendo un muro que no terminaba de ceder… pero él ya no buscaba derribarlo. Solo estar. Acompañarla. Y sí, tal vez, algún día, volver a entrar en su vida de otra forma. Pero por ahora, solo quería ser parte de esa nueva vida que estaba por llegar.
Llamó al timbre. Una. Dos veces. Se oyó movimiento tras la puerta y unos pasos firmes. Cuando se abrió, se encontró con la mirada severa del padre de Clara, cruzado de brazos.
—¿Qué quieres? —preguntó sin rodeos.
—Vengo a llevar a Clara a la cita médica. Es… jueves —respondió Gonzalo, sintiéndose de repente como un adolescente frente al padre de la chica que le gustaba.
Don Antonio lo miró de arriba abajo, como si evaluara cuánto tardaría en partirle la cara.
—Pasa. Pero te advierto que esto no significa que te haya perdonado —gruñó, dando y