Capítulo 56. Ginevra la sumisa
No recuerdo cuánto tiempo estuve ahí parado.
El reflejo de las luces del lobby se mezclaba con mi sombra en el vidrio, y por un momento tuve la absurda idea de que si me quedaba quieto el tiempo suficiente, ella bajaría.
Como si lo supiera.
Como si todavía importara.
Pero no bajó.
Terminé caminando sin rumbo. No me acuerdo del trayecto, solo del ruido de mis pasos sobre el asfalto húmedo y del eco de su voz repitiéndome que “no pasó nada”.
Mentira.
Todo había pasado.
Dormí poco esa noche. Si a eso se le puede llamar dormir.
Al amanecer, el estudio seguía vacío, pero olía a café fresco. Siempre llegaba antes que nadie. Era su forma de tener el control incluso del silencio, pero esta vez, yo llegue antes.
Encendí la computadora, abrí los planos y me obligué a trabajar.
Si no pensaba, dolía menos.
Si calculaba medidas, si revisaba presupuestos, si repasaba estructuras, el peso del vacío se hacía más tolerable.
A las ocho y media, la puerta del ascensor se abrió.
Y fue como si todo el ai