Las luces del plató ya se han apagado, pero las consecuencias de lo que dijimos al aire apenas comienzan a encenderse.
Estamos en casa. La misma casa que hace unas semanas parecía una jaula y que ahora se siente como el único refugio que tengo. Liam revisa su celular con el ceño fruncido. Yo me he quitado los tacones, me he envuelto en una manta y miro en silencio la pantalla de televisión. No por entretenimiento. Por vigilancia.
—Estás temblando —dice él, sin despegar la vista de su celular.
—¿Ah, sí? No me había dado cuenta —respondo, aunque sí me había dado cuenta. Pero no del frío.
Sino del miedo.
El miedo que no desapareció con la entrevista. Al contrario: se multiplicó.
Porque ahora todos saben. Todos miran. Todos opinan.
Y algunos… amenazan.
—¿Lo viste? —pregunto, señalando la televisión.
Clara. De nuevo.
Su rostro ocupa la mitad de la pantalla. Sonríe con esa mueca de arrogancia que conozco demasiado bien. Su vestido rojo. Su cabello recogido con precisión quirúrgica