Las paredes de la habitación todavía huelen a pintura fresca. El papel tapiz celeste cubre tres de los muros y el último aún espera un mural que Zoé insiste en pintar con sus propias manos. “Un árbol, como el de los cuentos”, dice. Un árbol que crezca con nuestra hija. Un árbol que empiece en esta casa… y se extienda en ella para siempre.
Estoy parado junto a la cuna que recién armamos. Zoé está en el suelo, ordenando las sábanas bordadas con pequeñas nubes, y Camila brinca alrededor de nosotros con un entusiasmo que me parte el alma. Porque, aunque sonríe, hay algo en su mirada que me dice que no se siente del todo incluida.
—¿Puedo ponerle mi peluche favorito? —pregunta Camila, acercándose con un conejito blanco algo desgastado.
Zoé le sonríe de inmediato. —Claro que sí, Cami. Ese conejito va a proteger a tu sobrina como te ha protegido a ti.
Camila lo coloca en la cuna con extrema delicadeza. Pero cuando cree que no la miramos, se queda observando el peluche… con una expresión que