Reposo obligatorio

El mundo se me vino encima en menos de cinco minutos.

Primero fue el dolor. No fuerte. No insoportable. Solo… raro. Un tirón constante, incómodo, como si mi cuerpo intentara avisarme algo que mi mente se negaba a procesar.

Después, el miedo. El que se mete en los huesos, en el corazón, en la garganta. Porque cuando estás embarazada, cualquier cosa que se salga de lo habitual te asusta.

Y luego, la urgencia. La voz de Liam en el teléfono, el auto, las luces blancas del hospital, las manos apuradas revisando mi abdomen, el llanto contenido de Camila afuera del consultorio.

“No es trabajo de parto,” dijo la doctora. “Pero necesitas guardar reposo absoluto. Tu cuerpo está demasiado estresado.”

Reposo.

Una palabra tan simple que, sin embargo, me hizo sentir inútil. Débil. Rota.

—Zoé, por favor, no te encierres —dice Liam mientras entra al cuarto por tercera vez en una hora. Lleva una bandeja con mi desayuno. Pan tostado, frut
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