El silencio entre nosotros no es incómodo, pero pesa.
Zoé está sentada en el pequeño sofá de la habitación del hospital, con las piernas cruzadas y una taza de café entre las manos. Lleva el cabello recogido de forma descuidada, sin maquillaje, con ojeras marcadas… y aun así, no puedo dejar de mirarla.
No por belleza. Por algo más profundo. Más inquietante.
—¿No tienes llamadas? —pregunta sin mirarme.
—Las tengo.
—¿Y no vas a contestar?
—No.
Ella se gira apenas, me lanza una de esas miradas rápidas, desconfiadas, que parecen medir cada palabra que sale de mi boca. Como si intentara descubrir hasta dónde es real todo esto… y hasta dónde sigo actuando.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que esto se detenga —respondo, con más honestidad de la que esperaba soltar.
Zoé baja la vista. No responde. Pero sé que lo ha oído.
—Sé que esto sigue siendo confuso para ti —añado—. También lo es para mí.
Ella aprieta los labios. Se queda callada un momento. Luego susurra:
—Estoy cansada de no saber qué sent