Había pasado un poco más de un
mes desde su divorcio. Su hermana y su cuñado regresaron esa mañana a su casa. Las miradas de ilusión ya no estaban; fueron reemplazadas por tristeza, amargura y desolación.
Al menos se tenían el uno al otro. Ella… ella se tenía a sí misma. Al menos las partes rotas que luchaba para que no terminaran por despedazarse.
Mía recogió su cabello en una coleta alta y se puso su mejor ropa: una falda negra, recta, no entallada, que le llegaba abajo de la rodilla para que su desviación pasara desapercibida según su criterio, y una blusa de seda de mangas cortas color beige.
No podía vivir de la caridad de su amiga, y menos de los “regalos” de Tomás. Tenía que encontrar un trabajo.
Mía caminó —todo lo que su cadera le permitía— hasta tomar el autobús y llegar a la librería del centro. El letrero decía “Se Solicita Personal”. Empujó la puerta y el olor a papel nuevo la tranquilizó por un instante.
—Vengo a preguntar por la vacante —dijo, con una sonrisa educada.
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