La sala quedó suspendida en el segundo justo antes de la tormenta. La respiración colectiva se convirtió en un rumor contenido; las lámparas de papel arrojaban conos de luz que sólo servían para delinear la tensión. Takeshi apretó la boca, frío de hielo en un cuerpo joven, y con un movimiento tan despreciativo como calculado deslizó una mano hacia su costado.
No fue una sacudida; fue un gesto de certeza. Sacó primero una daga corta, lustrosa, que sostuvo un instante entre los dedos. La elevó ante Dante como si ofreciera un cetro.
—Toma —dijo con voz suave, sin prisa—. Sé tú mi verdugo. Corta la mano de este infeliz. —Sus palabras eran una orden delicada, como quien pide un favor y simultáneamente planta una sentencia.
Dante no se movió. El silencio pesó aún más. Afuera, la lluvia recobró su ritmo, golpeando el tejado como manos que piden explicaciones. Dante clavó en Takeshi una mirada que llevaba años forjándose: desprecio por la insolencia, rabia por la provocación, agotamiento por