Los perros callejeros, que solían vagar entre los depósitos oxidados de la zona, habían huido minutos atrás, alertados por el zumbido de los motores, el crujido de botas y las órdenes secas transmitidas por radio. En cuestión de segundos, la quietud se transformó en un campo de guerra.
El cielo estaba denso, con nubes bajas que parecían colgar sobre los techos de zinc como presagios. El aire olía a hierro húmedo, a concreto viejo, y ahora, también a pólvora.
Balas. Gritos. Vidrios estallando.
Y en medio del infierno, Dante Bellandi.
Apoyado contra la parte trasera de una de sus camionetas blindadas —una Land Rover Defender modificada, negra mate, con los logos removidos para no dejar rastros—, Dante resopló por la nariz mientras pasaba el dorso de la mano por su mandíbula sudada. Su dedo índice reposaba junto al gatillo del arma, pero no lo presionaba aún. No desperdiciaba balas. No las gastaba sin saber a dónde iban.
Los disparos rebotaban en el metal como gotas de granizo maldito.
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