Takeshi cruzó el umbral sin mirar atrás, con el traje ajustándole como una armadura moderna, el cabello negro atado en la coleta pulcra que Hitoshi exigía para los grandes días. La corbata estaba anudada con impecable precisión; el reloj —aquel acero oscuro que siempre parecía pesado— le ceñía la muñeca con la exactitud de un grillete voluntario. Respiró una vez. La casa, su casa, olía a incienso y a pino recién barrido; el corredor relucía. Pero el aire había cambiado.
Antes, las mujeres de servicio elevaban la vista y sonreían:
—Buenos días, señor Takeshi—, decían con naturalidad y un dejo doméstico, como quien saluda al hijo mayor de la casa. Esa mañana, al reconocer su silueta, bajaron los ojos al tatami, manos juntas, la reverencia contenida en el ángulo perfecto. Ni una sílaba. Ni un roce de sonrisa. Un silencio nuevo se pegó a las paredes, el silencio que sólo conocen los lugares donde la devoción es protocolo y el miedo es un adorno discreto. Un joven mozo que cambiaba las flo