Takeshi sostuvo un segundo la mirada en él, no para humillarlo, sino para que el resto de la sala entendiera que aquella línea no se borraría con una sonrisa posterior. Luego volvió a la cabecera.
—Seguimos —ordenó con tranquilidad—. Quiero un informe completo de la investigación interna: dinero, llamadas, turnos, cámaras, entradas y salidas. Quiero el nombre de todos los guardias que estaban esa noche. Quiero quemadas, hoy, las rutas menores que no nos aportan más que ruido. Y quiero a Kobayashi hablando con la aduana; que se quejen del papel, no de nuestros contenedores.
—¿Y Calabria? —insistió Murata, con una obstinación que rozaba el reto—. Las bocas en la calle ya dicen que no hacemos nada.
—Diganle a esas bocas, que si no se callan, yo iré en persona a hacerles tragar una buena dosis de plomo —replicó Takeshi, seco. Miro a Ichikawa—. Prepara “visitas de cortesía” a los socios neutrales. Nada de amenazas. Sólo presencia. Y un mensaje a Dante Bellandi, donde se le haga conocimient