Otra ráfaga cruzó a escasos centímetros de ellos. El blindado absorbió la mayoría, pero los escombros de los impactos saltaban como fragmentos de lava.
Dante se agachó, resollando. El pecho le subía y bajaba con violencia, pero los ojos…
Los ojos estaban fríos.
Calculadores.
Volvió a asomarse, disparó tres veces con precisión quirúrgica, y se cubrió de nuevo.
—Cúbreme —ordenó de pronto, con voz baja, imperturbable.
Fabio lo miró con desconcierto, pero no dudó: se levantó medio cuerpo, empezó a disparar hacia el flanco derecho, cubriendo a su jefe con una lluvia bien dirigida de fuego.
Y entonces, Dante sacó su teléfono.
—¿Qué coño está haciendo, señor?! —rugió Fabio, entre disparo y disparo.
Dante tecleaba rápido, sin expresión. Como si estuviera revisando la hora.
—Le escribo a mi esposa para decirle que voy a llegar tarde. Que cene sin mí —dijo sin levantar la mirada.
Fabio soltó una carcajada ahogada entre dientes, con una precisión casi coreografiada al recargar su arma.
—¡Joder,