Era tarde. Afuera, el jardín dormía bajo la neblina baja del amanecer. En la habitación apenas brillaba la luz cálida de la lámpara de noche.
Dante estaba sentado en la cama, apoyado contra el cabecero, con la mirada fija en la figura de Svetlana, envuelta en las sábanas. Ella no dormía. Respiraba con dificultad, con los párpados cerrados y el ceño ligeramente fruncido.
—No puedo más —murmuró ella de pronto—. Quiero dormir. De verdad dormir. No cerrar los ojos y ver... verlo.
Dante tragó saliva.
—Te entiendo.
—Entonces pídele algo fuerte al doctor —dijo ella, sin mirarlo—. Algo que me deje inconsciente por unas horas. Algo que me borre.
Él negó, sin pensarlo.
—No.
Svetlana se volvió lentamente hacia él, con los ojos enrojecidos, cansados, confusos.
—¿No?
Dante apretó la mandíbula. El corazón le latía como un tambor sordo.
—No deberías tomar nada fuerte. En tu estado... —calló, y el silencio lo golpeó como una condena.
Ella frunció el ceño, sin entender.
—¿En mi estado? ¿Qué quieres de