Los días siguieron su curso con la crueldad indiferente de quien nunca ha sentido dolor. El sol salía y se ocultaba con precisión matemática, sin detenerse, sin mirar atrás. Afuera, la vida continuaba como si nada. Las hojas caían, el viento silbaba entre los cipreses, los pájaros anidaban en los aleros. Pero dentro de Svetlana, el tiempo era un pozo estancado.
Todo se sentía lejano. Irreal. Como si el mundo hubiese sido cubierto por una sábana densa, gris, imposible de arrancar.
Svetlana no salía de la habitación.
Desde aquella noche, no había dicho mucho. Apenas respondía con monosílabos cuando Tatiana o Dante intentaban acercarse. Rechazaba la comida. Rechazaba el contacto. Y, lo más perturbador de todo, rechazaba el reflejo de sí misma.
Había cubierto el espejo con una sábana.
No podía mirarse. No podía mirar eso que crecía en su vientre.
A veces, se sentaba junto a la ventana y observaba el horizonte como si esperara algo. O tal vez a alguien. Y a veces, simplemente se perdía en