El viento nocturno se filtraba tímido entre las cortinas, como si supiera que aquel cuarto ya estaba demasiado cargado de sombras.
Tatiana empujó con esfuerzo las ruedas de su silla, deteniéndose en el umbral de la habitación. La puerta estaba entreabierta, y el silencio que venía de dentro la oprimió en el pecho. No el silencio apacible de quien duerme. Era el otro. El que huele a sal y desesperanza.
—Svetlana… —llamó con suavidad—. ¿Puedo pasar?
La joven no respondió. Seguía acostada con los brazos cruzados bajo la almohada. El cuerpo tenso. Pequeño. Doblado sobre sí mismo.
Tatiana avanzó sin esperar respuesta. Cruzó la habitación lentamente, sin apartar los ojos de su hija. La observó como si quisiera memorizarla, deshacer ese nudo invisible que la tenía quebrada desde hacía días.
Se detuvo junto a la cama y alargó una mano temblorosa para acariciar los cabellos desordenados de Svetlana.
—Mamá… —susurró la joven, apenas un lamento.
—Estoy aquí, mi amor. Siempre voy a estar.
Un sile