Los días en la hacienda se habían vuelto una rutina entre el amor maternal y la preocupación constante.
Cada vez que Lía miraba a sus hijos dormir, sentía una punzada en el pecho: debía hacer algo, no podía permitir que el lugar que los había visto nacer se perdiera.
Con el único conocimiento que dominaba, aquel que amaba y le apasionaba, comprendió que era el único camino posible para intentar sacar a flote la hacienda: pintar.
Transformó una vieja habitación en su estudio, un rincón lleno de luz donde el aroma del óleo y el lienzo fresco se mezclaban con los sonidos del campo.
Así nació su obra más íntima, “Madre”.
En ella comenzó a plasmar su vida junto a Lucía, sus batallas diarias, sus carencias y su fuerza.
Era un retrato del sacrificio de todas las mujeres solas, sin dinero ni ayuda, que luchaban cada día por mantener a sus hijos, que si tenían que vender, vendían; si había que limpiar, limpiaban; si había que llorar, lloraban, pero jamás se rendían.
Cada noche, cuando todo