Esa noche, condujo hasta la hacienda bajo una lluvia intensa. El camino estaba cubierto de lodo, los relámpagos iluminaban los campos vacíos.

Cuando finalmente llegó, bajó del coche empapado y exhausto. Miró la gran casa, el único lugar que le pertenecía todavía, y sintió que la vida le estaba cobrando todas sus culpas.

El hombre que una vez tuvo todo, ahora no tenía ni a quién culpar, ni dónde volver.

Los días en la hacienda se volvieron interminables para Nicolás Cancino.

El hombre que un día lo tuvo todo ahora vagaba entre botellas vacías, recuerdos amargos y una tristeza que le devoraba el alma.

Se entregó al alcohol con desesperación, bebiendo desde el amanecer hasta entrada la noche. Apenas comía, apenas dormía. El eco de su soledad resonaba entre las paredes viejas, acompañado del crujir del viento y del murmullo de la culpa.

Las voces del pasado lo atormentaban: la risa burlona de Mary, los gritos de Jorge, los silencios de su hija Betty.

Cada trago era una forma de castigo