Cásate conmigo.
Eso no había sido un arrebato. Bruno no hablaba al vacío, y ella lo sabía. Tenía la mandíbula tensa, la respiración agitada por lo que acababan de hacer, y sus fluidos tan frescos como nunca.
El silencio posterior fue como un eco suspendido en el aire, tan espeso que podía cortarse con una navaja. Melissa lo miraba, aún desnuda entre las sábanas revueltas, con el corazón palpitando en el pecho como si intentara romperle las costillas, y Bruno, frente a ella, parecía tan vulnerable como nunca.
—¿Qué dijiste? —preguntó, finalmente, con un susurro rasgado por la incredulidad.
Bruno se sentó al borde de la cama con sus codos apoyados en las rodillas y la mirada clavada en el suelo como si temiera verla.
—Dije que quiero que te cases conmigo. Que seas mi esposa, Melissa. Que despiertes conmigo cada día, que no piense en ningún momento de que te puedas ir —alzando la mirada, se encontró con los ojos abiertos de ella y la piel aún erizada por lo que habían compartido momentos