La noticia del fallecimiento del Nonno se esparció como un susurro sagrado por toda Italia. No solo era un patriarca; era una leyenda viva entre las familias tradicionales del norte, un símbolo de honor y fortaleza y, en menos de veinticuatro horas, su nombre estaba en boca de todos los que lo habían conocido, amado, temido o respetado.
El día del funeral amaneció con un cielo blanco, espeso, como si la niebla hubiera decidido arropar el mundo en un abrazo silencioso. Las campanas de la iglesia resonaban con una lentitud ceremonial, atravesando las callejuelas antiguas de la aldea donde el Nonno había nacido y, como deseaba, sería enterrado.
La familia estaba reunida, no solo los más cercanos, no solo los de Milán. Después de su velorio, se acercó gente desde Palermo, Roma, Nápoles, incluso desde Sicilia y Calabria. Viejos amigos, hombres de negocios, clérigos, campesinos que habían trabajado para él… todos querían despedirse, porque todos sabían que se marchaba un pilar.
La villa est