El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte cuando regresaron a la villa, con la piel dorada por el mar y la risa aun resonando en sus labios. Melissa se recostó en la cama, exhausta, pero feliz, mientras Bruno caminaba hacia la cocina para abrir una botella de vino. Su rostro, hasta entonces relajado, se tensó de inmediato cuando su teléfono vibró insistentemente sobre la barra de mármol.
Miró la pantalla y, al leer el nombre que aparecía, su expresión cambió. Contestó en italiano, con voz baja y grave, como si el mundo se hubiera detenido, y Melissa, desde la habitación, sintió la diferencia antes siquiera de escucharlo hablar.
Se incorporó, con el cuerpo aún húmedo por el baño que compartieron, y caminó lentamente hacia él.
Bruno no se movió al verla. Mantenía la mirada fija en la nada, con la mandíbula apretada, mientras la voz del otro lado de la línea decía más de lo que él estaba dispuesto a aceptar y colgó sin decir una palabra.
—¿Qué pasó? —preguntó Melissa, con el corazón a