La sala principal de la villa Machiatti nunca había estado tan silenciosa. A pesar del murmullo de conversaciones previas y de los pasos arrastrados de quienes aún procesaban el luto, el anuncio de que se leería el testamento del Nonno Lorenzo esa misma noche había paralizado a todos como un conjuro inesperado.
Bruno bajó con Melissa a su lado, aun con el rostro ensombrecido por el luto, pero con el porte firme.
—¿Por qué tan rápido? —susurró una de las tías desde el fondo.
—Ni siquiera hemos terminado de llorarlo… —añadió Laura.
—Esto es una falta de respeto —dijo alguien más, apenas disimulando el enojo.
Pero cuando Bruno cruzó el umbral, todos se callaron.
Melissa lo notó al instante: no era miedo, era reconocimiento. El nieto preferido del Nonno había llegado y traía en sus pasos la sombra del patriarca. Detrás de él venía un hombre delgado, con un maletín de cuero y lentes gruesos, que se presentó sin adornos:
—Mi nombre es Giulio Ferrini. Soy el notario personal de Lorenzo Machi