El sonido suave del mar chocando contra las rocas fue lo primero que Melissa escuchó al despertar. El viento acariciaba las cortinas blancas que flotaban como fantasmas pacíficos en la habitación iluminada por la luz dorada del amanecer. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de las flores frescas que adornaban la villa.
Y en medio de esa escena, que parecía robada de un sueño, estaba Bruno, en la terraza, con el torso desnudo, de pie, con una taza en su mano, mientras el aire mecía su cabello.
Melissa intentó levantarse, pero todo el cuerpo le dolía. Habían tenido una noche demasiado excitante, en la playa, en la arena, en el baño y finalmente en la habitación.
Estaba considerablemente exhausta, pero se esforzó en levantarse y caminar descalza hacia él. Sus brazos le rodearon por detrás y él se estremeció al sentirla, dejando la taza en el muro y abrazándola con todo su cuerpo.
—Dormiste como si hubieras dejado el alma descansar por primera vez —murmuró Bruno contra su cue