Casi era la hora de comer, así que Guillermo le pidió a Mateo que reservara en un restaurante cercano.
Miranda no tenía muchas ganas de ir; cada vez que comía fuera con él, se le quitaba el apetito.
Él no hablaba mientras comía y, aunque parecía hacerlo con calma, en realidad terminaba rapidísimo.
En cuanto acababa, se quedaba sentado frente a ella, observándola y mirando su reloj de vez en cuando. Era como tener al profesor en un examen, parado junto a ti diciendo: “Ya casi, apúrate, entrega el examen. Quedan cinco minutos... tres minutos... ¡último minuto!” ¿Quién aguantaría algo así?
Pero después del reciente malentendido y de haber aceptado la pulsera como una especie de “soborno”, no quería hacerle el feo a su “marido de conveniencia”, así que fingió estar encantada con la idea.
Guillermo aún tenía algo de trabajo collar. Ella, mostrando una generosidad poco común en ella, le dijo:
—Adelante, termínalo. No te preocupes, yo puedo dar una vuelta por aquí mientras.
—Entonces que Mat