Leo no se movió. La presencia suya, arrogante y serena, extendiéndose como una sombra densa sobre la habitación. No ocupaba espacio, lo reclamaba. Me observaba con esa mirada de entenderlo todo, juzgarlo todo, dominarlo todo.
—Te puedes ir, Leo.
No se inmutó.
—No pienso irme —sus palabras tintadas de falsa calma.
Aparté las sábanas para sentarme. No era una buena ideas hablar ahora. Estoy exhausta y con poca paciencia. Él decidió ignorarlo, empezó:
—No debí marcharme esa noche, Vera. Me metí en tu cama, y luego desaparecí. Estuvo mal. Lo lamento.
Se estaba disculpando por lo ocurrido. Por supuesto, asumía que mi molestia se debía a aquella noche. No era así. Aunque, decidí agarrarme de ello.
—¿Has terminado? —peinaba distraídamente un mechón de mi cabello entre mis dedos.
Se le contrajo la mandíbula. Esto hirió su orgullo. Tal vez no esperaba mi actitud apática.
—Vera, estoy tratando de—
—Perfecto. —Le corté—. Ya te escuché. Es momento de que te largues.
Respiró hondo. Una vez. Dos. C