Leo se giró, su sombra proyectándose sobre la alfombra cuando la lámpara de noche marcó el contorno de sus hombros. Su mirada se posó entre el sillón y la cama. Por un instante, contuve la respiración. No sabía si pensaba sentarse a mi lado, o simplemente permanecer de pie. Me tensé, mis dedos apretaron el cojín contra mi abdomen. Tal vez él lo notó, porque optó por sentarse en el sillón.
Agradecí en silencio. No sé qué habría hecho si lo tenía más cerca. Estábamos frente a frente. Él, en su eterno silencio, y yo, sintiendo la urgencia de preguntar, de escupir todo lo que me comía por dentro.
—Lo que viste aquella noche… —empezó Leo—. Fue real.
Sus palabras, aunque ya lo sabía, aunque ya lo había aceptado, me cayeron pesadas. No fue solo la confirmación. Fue escucharlo de su boca. Con esa serenidad que tanto admiraba antes y ahora me asustaba. A él se le notaba la tensión en la mandíbula, el esfuerzo de hablar con claridad.
—No sabía cómo ibas a reaccionar —continuó—. Te desmayaste y…