Leo estaba allí. De pie, como una estatua, enmarcado por la tenue luz del umbral. Sus ojos, fijos en mí, eran insondables.
El frasco que tenía en mis manos resbaló y rodó por el piso de mármol, sin romperse. Me sobresalté. El contenido, opaco, viscoso... ni siquiera supe identificar qué parte del cuerpo humano contenía. Solo sabía que lo había tocado. Que había estado allí, viendo cosas que no debía. Como una intrusa atrapada en la escena del crimen.
Mi primer instinto fue retroceder, al sentir el contacto visual de Leo. Inconscientemente di unos pasos hacia atrás, pero mi espalda chocó con la encimera metálica. El frío me recorrió la columna.
—Vera —mencionó él bajo, levantando una mano apenas—. Ven...
—¡No te acerques! —balbuceé, alzando las manos inquietas—. ¡No te atrevas a acercarte!
Él no se detuvo. Caminaba hacia mí lento, sus gestos eran deliberadamente suaves, su voz un intento de mediación.
—Por favor, escucha. Solo necesitas calmarte.
—¡¿Calmarme?! —grité, con el temblor e