Todo fue tan rápido, tan borroso y tan eterno a la vez. Recuerdo el dolor, sí, pero sobre todo recuerdo su voz. Leo no se separó de mi lado ni un segundo. Sentí su mano en la mía, su aliento rozando mi frente, sus palabras me mantenían a flote.
—Estás bien, amor. Vas muy bien. Ya casi... ya casi.
Y luego, el llanto. Pequeño, frágil, maravilloso. El sonido más perfecto que jamás he escuchado. Mi bebé.
Las lágrimas nublaron mis ojos cuando lo colocaron sobre mi pecho. Leo me besó la frente y luego bajó la mirada. Su expresión, de asombro, adoración y entrega absoluta, quedó grabada en mi mente.
—Es perfecto —susurró—. Alaric. Nuestro pequeño rey.
La llegada a casa fue maravillosa. Ya no éramos dos. Leo se movía sereno, cargando a nuestro hijo. Sus gestos eran delicados, sus caricias precisas. En sus ojos, yo era el milagro.
Teníamos ayuda. La nodriza, Agnieszka, una mujer de mediana edad, rubia, con manos expertas y voz baja, se encargaba de asistirnos en lo que hiciera falta. Aunque la