Todavía no entiendo cómo llegamos hasta aquí. No concibo creer que esta vez no hay ningún truco escondido.
Me encontraba frente al espejo, con los labios entreabiertos, tratando de reconocerme. Una mujer peinaba mi cabello, otra ajustaba las capas del vestido. Annette iba de un lado a otro de la habitación, supervisando con una pasión que parecía reservada para una gran obra. Para ella, esto lo era.
El vestido caía hermosamente. No lo había elegido del todo yo. Annette se encargó de todo: contrató a una diseñadora de Roma que yo solo había visto en revistas. Cuando intenté pedir algo más sencillo, soltó un bufido escandalizado.
—¿Sencillo? ¿Estás jediéndome? Te vas a casar, no a una cita de café. Vas a ser una princesa, ¿entendiste? —recalcó, sin aceptar réplica.
Y ahí estaba yo, envuelta en una maravilla. El corsé entallaba mi cintura al milímetro. El escote corazón acariciaba mis pechos. Un tul transparente cubría mis hombros. Las capas caían desde la cintura con peso justo, sin