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Ese día levanté un poco más tarde de lo habitual. Al parecer, Leo había tenido el cuidado de no despertarme, y se marchó en silencio. Me removí entre las sábanas, todavía arrastrando la pesadez de otra noche de insomnio. Mi cuerpo agotado, y mi alma angustiada. Miré el reloj: 10:50. Me obligué a levantarme yendo directo al baño.
Al verme en el espejo, me detuve. Ojeras profundas, piel pálida, la mirada perdida. El brillo que semanas atrás llenaba mi rostro había desaparecido por completo. Ya no era la misma mujer que caminaba ligera y reía con facilidad. Estaba más delgada, apagada… vacía. Me aferré al lavabo, apreté los ojos con fuerza y susurré:
—Basta, Vera…
Para de arrastrarte, de darles poder. Ellos no eran tu familia. Eran tus carceleros. Ya no los dejarás habitar tu mente. Basta de culparte, de sumirte en esta oscuridad. Es hora de seguir.
Tomé una ducha larga y caliente, dejando que el agua resbalara por mi piel, arrastrando el peso de los días anteriores. El vapor envolví